domingo, 17 de octubre de 2010

Relato de Manuel Abacá: "Mudanzas"

Mesa puesta (relatos)
Manuel Abacá (Madrid, 1970) acaba de publicar su primer libro, una colección de relatos que lleva el título de La mesa puesta (Editora Regional de Extremadura, 2010). 
Hasta la fecha solo he leído este relato, "Mudanzas", que reproduzco a modo de introducción al autor. Espero que sea de vuestro agrado.
Para saber más sobre Manuel Abacá, visita su blog Por las montañas de Holanda.



            La mudanza
Sale de su habitación y antes de dirigirse a la cocina, la mujer entra en la siguiente y apoya los labios sobre la frente del niño para tomarle la temperatura. Los deja quietos un segundo…No, parece que ahora no tiene décimas. El calor de su cuerpo ha descendido y su respiración es más tranquila que hace unas horas. Sin embargo, apostaría a que regresa la fiebre. Así que no cree que lo vaya a llevar a la guardería. Pedirá hora en el pediatra. Le corresponde el de las doce. Se volverá a acostar después del desayuno.

Ahora el hombre entra en la cocina con los dos fluorescentes desnudos encendidos, recién afeitado, como si se fuera a trabajar también los días que se toma libres. Se acerca hasta ella y ensaya un beso, que no llega a su sitio porque ella ha girado la cara para evitarlo.
-Te he dejado las llaves de mi madre junto a las tuyas. Luego siempre te las olvidas y tienes que molestarla.
-No hacía falta  -contesta él-. Cuando llegue al pueblo, ya estará despierta. Todavía me queda por meter algún mueble en la furgoneta.
Ahora solo se ve una nube a lo lejos, no hace tanto viento como por la noche. No terminó por el viento. Se vuelve, se asoma a la ventanilla y mira dentro del microondas que gira iluminado. Ve las dos tazas de café con leche dando vueltas, persiguiéndose sin alcanzarse.
-¿No desayunas té? –pregunta el hombre.
-No,… no he dormido bien. Además, tampoco puedo coger agua en la cocina y, como siempre, cierras la puerta del baño para ducharte.
-Se me había olvidado por completo –dice él sonriendo. Observa el mueble bajo, separado de la pared, la encimera sin fijar, el fregadero sin estar conectado al desagüe-. Oye, ¿no te puedes encargar tú de comprar el manguito que falta? Yo hoy volveré tarde.
Las tostadas hacen una pirueta sin salirse de las ranuras, el aire tiembla caliente en ondas, como humo transparente.
-Entonces préstame una de tus tarjetas para sacar dinero. No sé que la pasa a la mía, pero no funciona, y además tengo que ir al supermercado. Se me olvidaron varias cosas.
-¿No trabajas hoy?
La mujer responde que no, que el niño todavía no se encuentra bien.
-Pensaba que lo habías escuchado llorar.  
El hombre lo niega al sacar una tarjeta de su cartera. No hace falta que le diga los números secretos porque tiene la misma clave de seguridad que ella. La deja sobre el pequeño mantel para dos, junto a la botella de cristal llena de aceite. Cuando escucha el timbre, abre la puerta del microondas y recoge las tazas; el café más claro es para ella.
-Bueno ¿Y qué quieres que compre? No tengo ni idea de fontanería.
Añade azúcar a la taza de él y prueba el suyo, que está caliente, sin endulzar, amargo como prefiere.
-Mujer…tampoco hay que saber mucho para comprar un manguito. Uno para un fregadero; son todos iguales.
Ahora pone atención a lo que hace. Procura verter poco aceite dentro del pan. La tostada sí la endulza, los granos de azúcar botan hasta los bordes del plato. Le pasa la botella y, cuando él no espera ya una respuesta, contesta lo siguiente.
-No habrá que saber mucho, pero si no te hubieras ido con tus amigos a jugar al fútbol, hoy funcionaría el fregadero.
El hombre mueve la cabeza a un lado y a otro, siente algo parecido a la impaciencia, una impaciencia mezclada con algo más. Ya se lo había explicado ayer.
-¿No vas a entender nunca que los domingos no abren, verdad? El sábado no me había dado cuenta. Sólo es un manguito para el desagüe…tengo pegamento. Cuando vuelva esta noche, lo coloco y todo arreglado.
-¿Y mientras tanto? –dice ella, antes de terminar de masticar un trozo de pan, un gesto amargo, un gesto de persona mayor se dibuja en su rostro aún juvenil-. No te ocupas más que de lo tuyo.
-¿Qué estás diciendo?
La barbilla de la mujer comienza a temblar mientras sigue masticando, más rápido.
-Bueno, da igual. No quiero discutir –contesta al tiempo que prueba el café, su rostro a punto para el llanto.
Otra discusión más, piensa el hombre, que ya ha terminado la primera tostada y se levanta a por la segunda, que asoma solitaria.
-No quieres discutir,…no quieres discutir –agrega mientras usa unas tijeras para no quemarse y deja el pan caliente sobre el plato-. ¿Quién te obliga entonces? Los muebles son para tu madre, no son para mí.
El hombre vuelve a su sitio, corre la banqueta, se sienta y utiliza la cuchara manchada de café para añadirle mermelada.
-Porque tú se los ofreciste. Nadie te los había pedido. Los montadores se llevaban los muebles viejos. Además, si no te hubieras ido a jugar el partido, el niño no se hubiera pasado todo el fin de semana en casa.
La cuchara ha dejado rastro de café en la pulpa naranja.
-¿No decías que estaba malo? –El hombre extiende los brazos con las manos hacia arriba, como si intentara mantener en equilibrio el razonamiento de la mujer, de su mujer-. ¡Se hubiera puesto peor!
-El sábado tosía, pero no tenía fiebre –corrige ella, recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja-. Mira, de verdad,…no sigas. No se trata de eso. ¿Es que precisamente tenías que ir este sábado a jugar? ¿No te podías esperar al siguiente? ¿Tan importante era que fueses?
-Joder  le tenía que pedir la furgoneta a uno del equipo. ¿Cómo iba a llevar los muebles entonces?, ¿haciendo veinte viajes con el coche?
La mujer se levanta y sin mirar al hombre, como si ahora su interlocutor fuese el frigorífico que acaba de abrir para guardar la leche, dice en voz alta.
-Podías haberle pedido que te la dejara en algún sitio y la pasabas a recoger.
Ayer ella no había dicho eso. El hombre deja la mirada perdida, rastreando esa opción, el lugar donde hacer ese intercambio. Le resulta difícil negar la posibilidad, dejar su coche en un aparcamiento y devolver la furgoneta vacía hoy, a la vuelta. Asume que ahora ella tiene razón en lo que ha dicho. Casi siempre la tiene.
-Sí, tienes razón, no había caído en ello –responde recogiendo los hombros-. Qué le vamos a hacer, soy así.
-¿Eres así? –pregunta ella, pronunciado las palabras despacio, como si las sujetara con la goma que se hace la coleta y le diera impulso a las siguientes, que grita-. ¡Pues ya va siendo hora de que cambies! Tienes un hijo, tu propia familia. ¡¿Cuándo vas a cambiar?!
Los dos se miran fijamente al escuchar los pequeños pasos que se acercan, como calzados de silencio. Esperan un segundo para asegurarse. Sí, está claro, han conseguido que se despierte. El hombre apura el café con leche y ella se agacha llevando una servilleta limpia a la nariz del niño enfermo. Después, él dice:
-Eso quiere decir que tú no vas a cambiar,… ¿verdad?

El autor
Manuel Abacá nació en Madrid en 1970. Hasta los quince años vivió en un barrio de la Capital y pasó largas temporadas en Extremadura. Después, las cosas cambiaron. Ha asistido a los Talleres de poesía y el relato que desarrolla la Asociación de Escritores Extremeños y la Asociación de Universidades Populares (AUPEX). La mesa puesta (Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2010) es su primer libro.








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